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lopera-k2KH-U101109492569SdG-1200×840@Gaceta Salamanca

Cuando una persona ilustre nos deja, arde una biblioteca. Con ellos, se pierden los recuerdos, la voz de quienes los conocieron y ya no están, así como las imágenes que ya sólo existen en el imaginario colectivo. Y es que, con Manuel Ruiz de Lopera, no sólo se va un personaje único del fútbol noventero, sino una parte importante de Sevilla.

Natural de esa calle Jabugo que le vio nacer y desde la que se fue rodeado de los suyos, aquel niño del barrio del Fontanal vino al mundo en la Sevilla de 1944, entre lámparas de carburo y el frente europeo copando los titulares en la prensa internacional. Yo nací solo, cuando mi madre llegó, le dije: mamá, que he sido niño.

Lopera pronto dejó los colegios Calvo Sotelo y los Selesianos de la Trinidad para ganar sus primeras pesetas vendiendo el pan con su tío en las cercanas barriadas del Árbol Gordo y la Corza. Beneficios que, como empresario en ciernes, ya ahorraba. Su padre regentaba un bar en la zona llamado Casa Chicuelo y de él aprendería valiosas lecciones. Siempre se mostró orgulloso, tanto de no haber dejado atrás sus raíces, como de sus profundas creencias religiosas: Yo hice la primera comunión tres veces para pedir más propinas y comer más chocolate, solía decir, con su acreditado sentido del humor. Y la hice en la Macarena. Si eso no es bonito, que baje Dios y lo vea.

Manuel Ruiz de Lopera era un hombre hecho a sí mismo y con una capacidad asombrosa para hacer fortuna. Y con mucha calle a sus espaldas. Al Lete, como se le conocía en el barrio, aún le quedaban varias décadas para generar las cuantiosas plusvalías con las que compró toda la manzana y que lo convertirían en don Manué. Pionero en una nueva forma de compra, el pago a plazos o dita, reinvirtió las ganancias en el ladrillo, creó varias compañías inmobiliarias y a punto estuvo de hacerse con el hotel Los Lebreros, propiedad de Rumasa, antes de la expropiación de 1983. ¿Y no lo compró usted, don Manué?, le preguntaron en una ocasión, a lo que respondió: No, con ese dinero compré el Betis.

Innumerables leyendas urbanas orbitan en torno a su figura, algunas con escasos posos de verosimilitud, pero que han contribuido a otorgarle un halo casi de divinidad al personaje. Se cuenta que amasó su primer millón antes de cumplir los veinte años y que circulaba con un Seiscientos descapotable por la Sevilla de los años setenta. Sus peleas con Luis Cuervas, también del Fontanal pero de la otra acera, las negociaciones hasta altas horas de la madrugada en su casa, adonde trasladó las oficinas del club, o la incursión nocturna en la fiesta de Halloween celebrada en casa de Benjamín serán contadas de generación en generación.

Bético desde shiquetito, como él decía, y devoto del Gran Poder, Lopera es uno de los presidentes más carismáticos de los años noventa y, tal vez, una forma de entender el fútbol que se fue para no volver. En él recayó la odisea de salvar al equipo de sus amores en 1992, fue clave en la conversión a sociedad anónima deportiva de la entidad y, por el camino, se encumbró a los altares del beticismo. Alternó los mejores éxitos de la historia del Betis con dos descensos a Segunda División, hasta que, en 2010, el teatro de don Manué bajó el telón para siempre.

En Lopera todo era un retrato. Y paroxismo. Tenía ese toque añejo y, a la vez, entrañable, que rezumaba sevillanía por los cuatro costados. Era nuestro Jimmy McGill, amado por sus ídolos, pero aún más por sus detractores. Era un hombre de trato alegre y divertido hasta la extenuación, acudía a la Semana Santa y la Feria de Abril, como todo sevillano que se precie, y nunca rechazaba ninguna de las muchas fotos que le pedían por la calle.

En los asuntos del dinero, don Manué elevaba la palabra negociar a la categoría de arte, pues veía el dinero detrás de un tabique. Astuto y vehemente, cuentan que también era mejor no tenerlo enfrente. Que no me entrampo, oiga. Lo mismo te vendía un televisor Marconi o un frigorífico arreglado, que te realizaba el fichaje más caro de la historia del fútbol. Y todo sin faltar a su cita semanal en la basílica del Gran Poder.

Amante de los animales, tuvo más de diez perros en casa, entre ellos Hugo, un malamute de Alaska que protagonizó junto al Marchena una simpática sevillana con motivo del centenario verdiblanco. A este me lo encontré en la calle al término de un partido del Betis, y ya se ha hecho el dueño de la casa.

Lopera es ya un icono de la sevillanía más castiza, con su tono de voz aflautado, ristra de pines en la solapa y ese toque cañí, auténtico y sin artificios que tanto encandilaba del personaje. Porque qué sevillano que se precie no ha saludado a sus amigos con un Holagüenasnoshe, así, todo junto, ya fuera bético o sevillista, ha dicho El busto es mío, o se ha despedido con un Vengaaustede. Frases ya míticas, y que tan cercanas ha hecho la genial imitación de Fran Ronquillo. Se nos fue don Manué y lo hizo en vísperas de un Domingo de Ramos, como buen cofrade. Tuvo arte hasta para marcharse. Seguro que, allá adonde vaya, estará con su Gran Poder bendito y seguirá trabajando por ese Betis al que tanto quiso, hasta las mismas tres menos cuarto de la mañana. Buen viaje, presi. El fútbol sin usted será bastante más aburrido.