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Cuenta la leyenda que Otto von Bismarck dijo que la nación más fuerte del mundo es España, porque siempre ha intentando autodestruirse y jamás lo ha conseguido. Cierto o no, a veces algunos episodios nos hacen levantar la antena, no para captar las variables con las que elaborar un profundo análisis sociológico, político o antropológico, que habrá quien lo haga, sino más bien por estar ante una viñeta de esas en la que cada elemento parece estar colocado al milímetro y por la que uno puede asomarse para contemplar el retrato de una época y de un país.

Nunca he sentido la tentación de ponerme en los zapatos de Puigdemont, pero puedo imaginar qué se siente tras llegar a Cataluña, esquivar el amplio dispositivo policial, caminar pastoreado entre aplaudidores que te vitorean con épica hacia un escenario surgido por ciencia infusa, y que ese número que iba para performance al estilo Josep Tarradellas se parezca más a un sketch de José Mota.

En los últimos siete años, una miríada de términos como DUI, Procés, indultos y amnistía han inundado la opinión publicada con idéntico entusiasmo tanto entre los partidarios como en los detractores. Cuestiones legales aparte, el sainete berlanguiano que nos ha brindado Puigdemont representa a la perfección la más pura esencia de España. En él, confluyen trazas de las novelas picarescas, el esperpento de Valle-Inclán, el costumbrismo y lo absurdo. Todo parece una cámara oculta constante, desde el tipo que no pierde oportunidad para salir en primer plano móvil en ristre hasta ese toque aldeano de ‘Bienvenido, Mister Marshall’ que lo impregna todo. Y eso no lo posibilita ni lo impide un pasaporte. Simplemente, es.

El expresidente de la Generalidad y, sobre todo, Sánchez conocen a España mejor que los Reyes Católicos, Galdós y Unamuno juntos. Nos han cogido la medida, saben que lo que hoy parece importante mañana no lo es, que la política es la religión secular de la modernidad y que, por tamaña que fuese la empresa o el disparate que toque esta semana, siempre habrá una caterva de fanáticos, estómagos agradecidos o tontos útiles que lo apoyen acríticamente.

Igual exagero si digo que el truco de escapismo de mago de verbena con ínfulas de ilusionista de Las Vegas ejecutado por Puigdemont en un escenario mientras las autoridades lo buscaban por las alcantarillas se estudiará en el futuro como la famosa frase «Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros», que supuestamente pronunció Estanislao Figueras, presidente de la efímera Primera República, en 1873. Eso no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que Puigdemont se fugó en 2017 en un maletero y es muy probable que en 2024 lo haya vuelto a hacer del mismo modo.

Pero Puigdemont no es más que un pobre hombre sin lucidez ni valentía que ha hipotecado su vida a una causa que, perdida o no, le ha servido para costearse un Erasmus y, de paso, erigirse en mártir del independentismo catalán. En 2017, no le tembló el pulso para dejar tirados a sus correligionarios y esquivar la acción judicial, mientras ponía rumbo a una diáspora de lujo en Waterloo. Con su ingenua arrogancia, cree que es el artífice de todo este tinglado y aún no sabe que sólo es un convidado de piedra en la gran función de Sánchez. Y lo será el tiempo que desde la Moncloa quieran que lo sea, que lo más seguro es que coincida con el momento en que ya no sea útil.

Porque Sánchez es la estrella, no de rock, que también, sino el gran Sol del sistema solar de la política española. Todos bailan a su alrededor, desde los suyos hasta la oposición, pasando por Salvador Illa, que se suponía que era el protagonista de la jornada y ha quedado relegado a una triste comparsa. Si es que no lo era ya. Incluso en el numerito de Puigdemont puede otearse la alargada sombra de Sánchez tejiendo las redes entre bastidores, en su enésima estratagema para encaramarse en el poder, enfrentar a Junts con ERC, levantar una cortina de humo, echarse unas risas o puede que todo a la vez.

No hay un movimiento más puramente español que el separatismo catalán. Puigdemont y los suyos necesitan a España para que su existencia tenga sentido y la empresa no acabe en bancarrota. De eso va el nacionalismo, de inventarse malos, aunque sólo sea para parecer el bueno.

En la otra cara de la moneda, el independentismo no ha tenido que hacer un gran esfuerzo para comprobar que estaban ante la gran oportunidad de su vida, la ocasión más clara de todo el partido, esa que te perseguirá para siempre si la fallas. Aunque ese partido se alargue toda una legislatura. Lo tienen todo en bandeja para poner en marcha su ya sabida hoja de ruta: indultos, amnistía y referéndum. Y es que a sinceridad en España nadie le gana a un independentista. Ni eso podrán quitarse del ADN.