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Las redes sociales llevan conviviendo con nosotros casi veinte años. En todo este tiempo, hemos sido testigos de la evolución que han experimentado, desde sus orígenes hasta el asentamiento consolidado por el que navegan hoy. Y entre todas ellas, quizás haya una que ocupe un lugar especial en el corazón de los millennials: Tuenti.

Lo que empezó siendo un blog de fotos para adolescentes pronto se convirtió en el símbolo de una generación. Con más de quince millones de usuarios en su punto álgido, Tuenti fue líder en España entre 2009 y 2012. Hace años que cerró, pero nunca murió en el imaginario colectivo.

Hay que echar la vista muy atrás para recordar las letras verdes de las notificaciones y la ilusión que sentíamos al verlas en la pantalla del ordenador tras volver del instituto. Eran los albores de la globalización tecnológica, un poco antes de tener internet en el bolsillo, cuando YouTube estaba anegado de vídeos de caídas y los colores refulgían en los nicks del Messenger. En Tuenti, no éramos los más ricos, guapos o famosos, sólo éramos nosotros. Y allí estábamos, a punto de subir aquella foto del botellón sin saber muy bien por qué y con la única intención de vivir el momento.

Porque en Tuenti primaba una autenticidad que se ha perdido con el paso del tiempo, tal vez, motivados por la ingenuidad de cuando somos novatos en algo. Todo era más real. No había el postureo que vemos ahora (los likes tardaron en llegar) y que nos hace percibir incluso a personas cercanas a varios centenares de años luz.

Tuenti era la personificación digital de la adolescencia: un territorio difícil de explorar, arriesgado y emocionante. Algo así como las notitas de clase, pero en casa. También tenía un código propio. Los comentarios en las fotos eran los grupos de WhatsApp de la época, una etiqueta en una imagen con el sugerente título de No encalomados bastaba como invitación a un cumpleaños y algo que hoy resultaría inconcebible: no había stories.

Tampoco era un lugar frecuentado por activistas ni moralistas de turno, pues entonces la política ocupaba el sitio aburrido en la programación del que jamás debió salir.

Pero no en todo hemos cambiado. Tuenti también era un lugar de bulos: la amenaza de que sería de pago o que se podría saber quién visitaba tu perfil se cernía sobre nosotros, a no ser, por supuesto, que le enviaras el evento a tus mil amigos. Y si sólo tenías quinientos, mala suerte.

El reinado de Tuenti parecía inexpugnable, pero su popularidad perdió fuerza tan rápido como sus usuarios ganaron años. Y es que Tuenti, siempre a la sombra de Facebook, deambuló los últimos años imitando cada vez más a la red de Mark Zuckerberg, perdiendo su identidad ante una hermana, no mayor, sino gigante que operaba en todo el mundo. La profesionalización que vino luego con otras más globales como Instagram, Twitter y TikTok fueron ya el clavo que cerró la tapa del ataúd.

En la actualidad, años después de su segundo cierre, esa vez ya como operadora telefónica low cost, Tuenti es una nebulosa lejana malformada por nuestros recuerdos. Las redes sociales han ganado en número y en números, ocupan un lugar preeminente en la sociedad, se han especializado en áreas tan dispares como encontrar pareja (o pareja eventual), trabajo (o trabajo eventual), alojamiento y transporte. Se han generalizado para otros rangos de edad e incluso, para muchos, es una forma de ganarse la vida.

Los tiempos son diferentes, asumámoslo. Poco o nada queda ya del aire familiar que se respiraba allí, aunque tampoco hay que dejarse llevar por la nostalgia. Tuenti hoy nos parecería añeja o que no ha envejecido todo lo bien que exige la inmediatez de los nuevos tiempos. Pero tenía ese algo que se ha perdido, tal vez, porque para muchos fue la primera red social que, como otras primeras veces, no destacaba por ser la mejor pero sí la más especial. O puede que no, que las redes hayan cambiado porque, sin darnos cuenta, hemos ido perdiendo la inocencia.