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Cada dos veranos, las agendas de quienes amamos el fútbol se llenan de citas inesperadas. El final de temporada ha sido sólo el prólogo de lo que está por llegar. Y se nota. Es algo que se palpa en el ambiente: las banderas de los países más exóticos riegan los bares y te sorprendes a ti mismo viendo un Rumanía Eslovaquia o consultando en tal guía ese lateral derecho alemán que tanto va a dar que hablar durante los próximos años.

Y ahí estás, en el bar con tus amigos, ante el televisor bajo el cual se congregan todos los parroquianos junto a los chiquillos que entran a beber agua, balón bajo el brazo. Las cervezas que no falten, y el hombrecillo del fondo sentando cátedra sobre esa selección a la que tildará de equipo revelación y se la pegará en octavos, tampoco. Pero da igual. Tú estás ahí con los tuyos, viendo ese partido soporífero y especial de esa selección debutante que igual no vuelve a jugar en sesenta años y cuyo juego contarás a los nietos con el aderezo inherente a la nostalgia.

Los torneos de verano representan los valores más puros del fútbol, esos que nos hicieron amar este deporte y que nos transportan a los tiempos de las camisetas impolutas de publicidad, los cromos con las estrellas, las eliminatorias con las chanclas llenas de arena, las tandas de penaltis elevando a los cielos a porteros exsoviéticos y el amor por los colores frente al corporativismo.

Son esos los veranos que molan, los que un país organizador, y no veinte, abre los informativos; y se sigue a la selección en la playa o en la piscina y no poniendo las figuritas en el portal de Belén. Son también tiempos de sensaciones encontradas, pues anhelas conocer al campeón ―siempre que ya hayan eliminado a España, la nueva ley de los viejos tiempos―, aunque eres consciente de esa depresión postfutbolera que siempre sigue a las dos o tres semanas posteriores a todo campeonato de selecciones.

Tal vez, los Mundiales y las Eurocopas sean tan especiales porque nos recuerdan a esos amores de verano, intensos y pasajeros, de vivir el momento, evocar su inocencia, pensar con el corazón y empeñarnos en que nada ni nadie ose bajarnos de la nube.