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Aún se respiraba la tensión en el estadio de la Cartuja cuando Joaquín Sánchez sacó la muleta y capeó con tronío. De fondo, los olés de la afición se mezclaban con el furor de los béticos, en contraste con los llantos valencianistas. Las verónicas se acompasaban en cada movimiento ante la atenta mirada, en la grada, de Curro Romero. Joaquín acaba de hacer historia y lo sabe. Minutos antes ha alzado la Copa del Rey al cielo de Sevilla, convirtiéndose así en el jugador más laureado de la historia del Real Betis Balompié. Y con cuarenta años, que se dice pronto.

Joaquín no es un one-club man ni falta que le hace. Lo del niño del Puerto —quizás el nombre de faena si hubiera seguido su vocación taurina— es un sprint continuo desde que debutó con el Real Betis en Segunda División en 2000; al poco logró el ascenso y, antes siquiera de enterarse, ya fue convocado con la selección española.

Fueron años mágicos de días soleados y noches europeas que tuvieron de colofón la consecución de la Copa del Rey en 2005, otra vez en el Vicente Calderón, esa vez tras veinte penaltis menos que en 1977. Si en aquella ocasión el Betis le dio el toque verdiblanco a una democracia en pañales, veintiocho años después Joaquín le pondría su pizpireta sonrisa para sellar una temporada mítica. Muchos disfrutaron en Heliópolis de las fintas y quiebros —algunos con nombres que aunaban el gracejo andaluz con la samba brasileña y que respondían al nombre de joaquininha— y que no pasaron por alto clubes como Real Madrid y Chelsea. No fueron pocos los que llamaron a las puertas del Villamarín, pero Joaquín sólo tenía ojos para el club de sus amores. Hasta que Lopera les separe.

Cuando regresó al Betis en 2015, la joven veteranía de Joaquín era la del hijo pródigo que vuelve a casa ya mayor de edad con la mochila repleta de las aventuras vividas en Valencia, Málaga, Florencia e incluso en un viaje a Albacete por obra y gracia de don Manué. Llegaba con la sonrisa intacta, el carisma rebosante y los embates propios de un deportista acariciado por el temple que da la experiencia, ya sabedor de que esos años lejos de casa serían la antesala de una nueva etapa. Y, dicho sea de paso, con muchas nociones de tenis e italiano, Hulio.

Pero ya no está el Calderón y era hora de cambiar el Manzanares por el río Betis. Esta vez la cita con la historia era en casa, con la presencia de Felipe VI cuya abuela, María de las Mercedes de Borbón, bebía las aguas por el Real Betis y quizá de casta le venga al galgo que la Copa del Rey sea la competición favorita del equipo verdiblanco. Igual así se explica la cariñosa conversación con el Rey saltándose el protocolo antes de levantar la Copa o, tal vez, sólo sea una entrañable anécdota que pase de padres a hijos.

Diecisiete años de glorias, fracasos, anhelos, desencuentros y sufrimientos se concentrarían en una agonía de ciento veinte minutos. La gloria aguardaba con los escollos propios de una final de infarto, de una fiesta del fútbol con un giro de guion no apto para pesimistas y ejecutado con la maestría que merecen las grandes citas. Al final, el Betis pudo brindar a la afición esa copa tan real como Real.

Por su parte, el Valencia contribuyó a restallar los marcapasos que volvieron a recuperar el ritmo habitual tras el error de Musah. El resto, ya lo saben: Sevilla teñida de verdiblanca y la gente feliz. Los niños vuelven a sonreír.