La Ley Trans ya es una realidad que ha desencadenado una guerra civil en el feminismo español. Y en el seno de la sociedad. Según la norma promulgada por el Ministerio de Igualdad, cualquier persona podrá cambiar su sexo en el Registro Civil sin necesidad de hormonarse, manteniendo el mismo nombre y sin ningún juicio ni diagnóstico médico. El único requisito es la autopercepción del sujeto, de modo que oponerse a una transición de género será considerado un delito de discriminación con multas de hasta 150.000 euros.
Como lo leen. De las creadoras del Sólo sí es sí, llega la secuela, con más acción y presupuesto que la primera, aunque con un final igual de predecible. Ahora, ser hombre o mujer dependerá sólo de una inscripción notarial no sujeta a ningún tipo de fiscalización por parte de la Administración. Este nuevo status quo ha quebrantado los principios básicos del feminismo: si el género es un constructo social y la naturaleza ni pincha ni corta, ¿por qué entonces se oponen a que los hombres puedan participar en competiciones femeninas? ¿No éramos exactamente iguales?
Estas contradicciones han puesto en duda la teoría fundacional del feminismo, dado que vivir en un patriarcado que oprime a las mujeres es incompatible con el hecho de que los hombres se estén inscribiendo a mansalva como mujeres y no al revés. Negarse a dicha transición es admitir tácitamente que en España existen ventajas legales para las mujeres. En román paladino, esta ley instrumentaliza a las personas trans con el objetivo de generar debates estériles para crear leyes absurdas que conquisten derechos ya existentes para solventar problemas imaginarios.
En realidad, no se trata de derechos, sino de privilegios; no basta con ser iguales ante la Ley, sino mediante la Ley. Al final va a ser verdad eso de que la revolución devora a sus hijos, pues con la Ley Trans algunos hombres han encontrado la pócima para huir de la Ley de Violencia de Género que sólo se aplica a los hombres, disfrutar de las ayudas destinadas a las mujeres divorciadas o conseguir puntos reservados a las chicas en ciertas oposiciones. Si la categoría hombre-mujer desaparece, bastará con un sencillo trámite para cambiarse de sexo. Y al cuerno con las preocupaciones.
El caos está servido cuando se legisla con los sentimientos y no con la razón, suprimiendo el sentido común con la arrogancia más infantil. Porque este esperpento en forma de ley perpetrado por indigentes mentales tiene otras implicaciones más preocupantes: los niños podrán hormonarse a partir de los doce años sin el consentimiento de los padres, una edad en la que se necesita autorización hasta para ir de excursión. Ello unido a las cirugías de carácter irreversible que suele sucederles, provoca graves problemas de salud que en algunos casos dan lugar al suicidio.
Dijeron que la Ley del Sólo sí es sí no conllevaría rebajas de condena ni excarcelaciones. Y ocurrió. Ahora afirman que pasar a ser mujer es un fraude de ley, porque deben haberlo leído en algún sitio y suena bien. Han convertido el BOE en un campo de batalla de guerras culturales, legislando en base a buenas intenciones, sin tener en cuenta la maldad humana, y concibiendo el mundo no como es, sino como les gustaría que fuera. Eso de que existen formas subrepticias para aprovecharse de la ley es propaganda machista —o tránsfoba—, y el escenario que es abre es tan ignoto como caótico.
Es fácil de entender. Dado que el único requisito para cambiarse de sexo es la autopercepción, ninguna autoridad tiene la potestad para decidir si existe fraude de ley en una cuestión tan subjetiva y de difícil demostración como la propia voluntad. Lo que para el Ministerio de Igualdad es una conquista de las personas trans, para los gañanes es un subterfugio para alcanzar fines espúreos. Pronto veremos las competiciones femeninas llenas de varones que aprovecharán los menores requisitos exigidos. O a violadores cambiándose de sexo para ingresar en una cárcel de mujeres. O vestuarios femeninos llenos de hombres desnudos. Simplemente, ocurrirá.
Como la Ley Trans no es más que una retahíla de puntos polémicos, el enésimo de ellos es la despatologización de la transexualidad: es decir, si un profesional trata a alguna persona con disforia de género, será considerado una terapia de conversión y, por tanto, un delito. Se ha subvertido uno de los principios rectores de la sociedad como la distinción hombre-mujer, todo para para contentar a una minoría e imponer al resto las nefastas consecuencias. No recularán, para nuestros políticos dimitir es un nombre ruso.