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A Vladimir Putin le han sobrado diez meses para ser el hombre del año. Con la invasión a Ucrania, los calificativos al presidente ruso han recorrido todo el espectro político: desde comunista antisistema a ultraderechista. Sin embargo, aproximarse a Putin con las coordenadas ideológicas de nuestros ejes políticos es un mecanismo de escasa resolución para entender este conflicto.

La punta de lanza del imperialismo ruso es la animadversión hacia Occidente, la OTAN y la democracia liberal, elementos compartidos por Nicolás Maduro y toda la cohorte de marxistas posmodernos. De hecho, no ha pasado inadvertido el apoyo velado de la izquierda al Kremlin: una condena taimada a la invasión sorprendentemente compatible con las trabas puestas al envío de armamento a Ucrania. Quizá su pasado en la KGB despierte simpatías en los comunistas nostálgicos que ven en él la oportunidad de resucitar un estado elefantiásico al estilo URSS y controlado por una recua de burócratas que merme la influencia de la OTAN.

No han sido estos los únicos quintacolumnistas que Putin ha encontrado en Europa. La extrema derecha italiana de Salvini y la francesa de Marine Le Pen, alineadas ideológicamente con Rusia, sintonizan con la música de la derecha patriótica: discurso antiglobalización, xenofobia identitaria y el nacionalismo expansionista que Putin muestra sin ambages, junto a la bandera y los estandartes imperiales rusos. Postura de la que han reculado tras la invasión, al menos de puertas para fuera.

El conservadurismo también cierra filas en torno a la figura de Putin. La apuesta por la familia tradicional, la defensa de la religión ortodoxa para asentar el nuevo Imperio Ruso y el aborrecimiento a las políticas feministas y al matrimonio homosexual, podría ser suscrito por cualquier partido europeo de centro-derecha y da buena cuenta de que el perfil político de Putin es complejo y sus variables no encajan en las latitudes occidentales.

Si algo es Putin, es un oportunista poliédrico que extiende los hilos allí donde su influencia pueda apuntalar su régimen. Las simpatías que siembra en el etnonacionalismo y el populismo, las recoge desestabilizando países en Occidente —propaganda, terminales mediáticos y bots—, como en las Elecciones Presidenciales de Estados Unidos en 2016 y el referéndum ilegal de Cataluña en 2017.

A este proceso de demolición de la sociedad occidental ha contribuido, paradójicamente, el propio Occidente, más pendiente de su propio ombligo que de una amenaza real. Europa se ha hecho un Caballo de Troya a sí misma; concienciados por el problema de no tener problemas, iluminando monumentos e inventándonos opresiones. Con las políticas buenistas, revertir los tres pilares sobre los que se asienta una civilización de tres milenios —familia, religión y Estado— tiene como objetivo el fracaso del proyecto europeo y a Putin como máximo beneficiario.

Putin se quitó la careta de amigo simpático de Occidente en la época que su apellido nos hacía gracia y no lo supimos ver. Estados Unidos y Europa son los responsables de no haber impuesto consecuencias más severas a Rusia hace años. La doctrina Grozni con la que Putin bombardeó sin tregua a civiles durante la Segunda Guerra de Chechenia en 1999 y que reprodujo en Alepo durante el apoyo a Bashar al-Ásad en la Guerra de Siria, fue una declaración de intenciones en firme que ratificó en 2008 con la incursión militar en Georgia para independizar a Abjasia y Osetia del Sur y, en 2014, con la anexión de Crimea y el control de Donetsk y Lugansk.

La obstinación avala a Putin. Los hechos indican que, en el diccionario ruso, la palabra capitular sólo es un paréntesis antes de una represalia. Cabe recordar que en 1999 los rusos consiguieron hacerse con Drozni, de donde habían salido escaldados tras la retirada de 1996, para volver y arrasar con todo, recuperar la república de Chechenia y derrotar a las tropas wahabitas encuadradas dentro de la guerrilla chechena.

Fue entonces cuando Occidente debió de pararle los pies a Putin. Ya desprovisto del halo de líder carismático y más cercano a un asesino de masas como Hitler, la dificultad de Rusia para ganar una guerra callejera se ha traducido en la destrucción de Ucrania con artillería pesada, ataques a edificios civiles y un hostigamiento para debilitar las principales zonas de influencia ucranianas.

Putin pensaba que tomar el control de Ucrania sería una operación relámpago; un paseo militar hacia Kiev donde instalaría un gobierno títere con el que imponer esa nueva realidad geopolítica en el tablero internacional. Si el conflicto se alarga, la resistencia ucraniana tan enconada que Putin ha encontrado se podría dar de bruces contra la persistencia rusa, entrenada para conquistar y matar. Si Ucrania gana la guerra, el coste humano será muy alto y la economía de Rusia quedaría aún más relegada a niveles cuartomundistas.

De espía soviético a un agresor en potencia, con Putin queda claro que los términos derecha e izquierda están desactualizados para comprender este conflicto. La postura de Rusia toma de los recetarios derechistas e izquierdistas, los ingredientes justos para adaptarse a los intereses políticos del Kremlin. Ambas posturas, antagónicas entre sí, tienen elementos comunes en torno al autoritarismo, el antiliberalismo y el rechazo a la libertad como condimento a un potaje ideológico de lo más indigesto. Quizá es hora de cambiar el eje derecha-izquierda por el de servidumbre-libertad.