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Catar es un pequeño país situado en el Golfo Pérsico que, durante el Mundial, acaparará toda la atención internacional. Al estar tan alejado, su historia es muy desconocida en Occidente. Fundamental en la expansión del Islam, pasó a formar parte primero del Califato Árabe y, ya en el siglo XVI, del Imperio Otomano que por entonces ya controlaba la Península Arábiga. Luego pasaría a los designios del Imperio Británico y esa sería la génesis del Catar moderno.

A partir de 1766, dos poderosas familias regirán los destinos de Catar: los Khalifah y los Ibn Thani. Lo primeros, procedentes de Kuwait, dejaron Catar en 1783 para conquistar la vecina Bahréin donde gobiernan hasta el presente. Por su parte, los Ibn Thani comenzaron a unificar las tribus que habitaban la actual Catar y, en 1867, los jeques de Bahréin y Catar se enfrentaron en una guerra que dejaron la ciudad de Doha en ruinas. Este conflicto sería aprovechado por los ingleses para aumentar su presencia en el Golfo Pérsico. Al año siguiente, tratado mediante, la soberanía del país sería repartida entre la dinastía Ibn Thani y la Reina Victoria. Sin embargo, Catar caminaría entre los imperios Británico y Otomano hasta la derrota de este en la Primera Guerra Mundial, influencia que heredaría el Reino Unido hasta la independencia de Catar en 1971.

El conservadurismo de la dinastía Ibn Thani colisiona frontalmente con los derechos humanos: la homosexualidad es delictiva, la sharia se entromete en todos los recovecos de la vida social y las mujeres no gozan de los mismos derechos que los hombres. Las apuestas deportivas y el alcohol han sido prohibidos en los estadios, relegando la venta de cerveza sólo en las fan zones. Las élites paniaguadas de Occidente han enmudecido ante esta circunstancia, a diferencia de la pasada Eurocopa cuando la UEFA se opuso a que el estadio Allianz Arena de Múnich mostrase la bandera arcoíris en su iluminación exterior, y pusieron el grito en el cielo como ariete para exhibir su superioridad moral. Asumámoslo: desde el activismo LGTBI (no sé si me he olvidado de alguna letra) la defensa de dicho colectivo enmudece ante el miedo a ser tildado de islamófobos.

En honor a la verdad, Íñigo Errejón de Más País interpeló a la Federación Española de Fútbol que la selección debería llevar un brazalete arcoíris en el partido inaugural. O dicho de otro modo, que sean otros los que se jueguen la libertad mientras su coartada moral queda salvaguardada bajo un elocuente speech progre, como si las desigualdades propias de la monarquía absoluta catarí fuesen a desaparecer a golpe de tuit. Un gesto pijo malasañero dicho con la misma facilidad que hacer match o pedir por Ubet Eats al restaurante birmano de la esquina. Cada día estoy más convencido de que el término generación de cristal es por el material con el que fabrican las pantallas de los móviles.

Otros que inspiran más ternura son aquellos que, conscientes de la vulneración de las libertades en Catar, hacen proselitismo de ello: No pienso ver un partido del Mundial, estoy en contra de blanquear a un régimen así. Muy parecidos a los que no ven el Mundial porque sólo ven los partidos de su equipo (estos me hacen gracia), sólo que necesitan decirlo a todas horas. Es otra forma de dar la turra, alineándose con los parámetros éticos de Occidente para exhibir un virtuosismo que nadie les ha pedido. Como una forma sutil de insinuar a quienes verán el Mundial que no son tan buenas personas como ellos. Menos mal que no lo vas a ver, seguro que así la FIFA se arruina. Hay gente para la que ver un partido de fútbol se ha convertido en una cuestión de Estado. Una situación similar a cuando ganamos el Mundial y, al celebrarlo rojigualda en mano, te espetaban con suficiencia: No te veía tan patriota cuando había que defender la sanidad y la educación. Y no, defender causas no implica ser un coñazo. Hemos sobrevalorado el hecho de tener opinión, con lo bonito que es ver el fútbol y sólo gritar para cantar gol.