Ya se extiende la moqueta dorada sobre esa ciudad que sólo vive una vez al año. Los asistentes, sevillanos de aquí o de cualquier otro lugar, se dan cita en los alrededores de la Feria y enfilan por unas congestionadas Virgen de Luján y Asunción, al final de las cuales se adivina la silueta ensombrecida de la portada esperando a ser encendida. No es Nochevieja en Hong Kong, es Sevilla en abril, y la cuenta atrás se entona desde las aceras y los balcones. Cuando dan las doce en punto, el Real despierta del letargo y el Faro de los Remedios ya ilumina a Sevilla entera.
Los más osados aprovechan y llegan tras el Alumbrao, como en una estrategia militar ideada para evitar bullas, y que termina en un completo y absoluto fracaso. Un tiempo indeterminado después, la aglomeración se disipa y los chavales emprenden la incursión al recinto ferial, con particular interés de no perderse entre la marabunta y, sobre todo, no despistarse de esa persona especial. Los hay que cometieron la novatada de quedar con los amigos bajo la Portada y, entre los pitidos de los taxis y los autobuses que se aglomeran en torno a Antonio Bienvenida, echan mano de ese WhatsApp salvador: Illo, ¿dónde estás?
Mientras, los padres disfrutan en las casetas a ritmo de sevillana, pero en dosis de catavino. Lo acompañan de raciones de boquerones, chocos y cazón en adobo. Hay una Feria para cada edad o tantas como uno quiera. También hay Ferias en función del bolsillo, casetas y amigos que se tenga, siendo cada una consecuencia de la anterior.
La cena del pescaíto tiene su particular liturgia: el traje de flamenca se queda esa noche en el armario o colgado de la percha, y el tacón sustituye al esparto. Las mujeres sevillanas despliegan la elegancia en esos pequeños detalles que la hacen tan universal: en la caída del mantoncillo, en la peineta de carey de tonos vivos, en el carmín escogido con casual precisión y en la flor que se alza sobre el moño recogido.
Ellos lucen el pin de la Portada en la solapa negra o de tonos pastel, y llevan la camisa por dentro. Los que prescindieron de americana previendo las altas temperaturas, la llevan por fuera. Pero ese brillo ferial dura hasta que pasa el camión de Lipasam, ya de recogida, emborronando el lustre de los zapatos y salpicando la corbata de gotitas de aguarrás.
Entre los grupitos que quedan en Feria, están los que llevan las bolsas con el rebujito comprado en establecimientos ad hoc; otros, en cambio, prefieren hacer gala de su generosidad e invitar a los suyos a su caseta que con tanto mimo han engalanado hasta el día del Alumbrao y pedir una jarra con precio sujeto a la inflación. En ellas, se canta y se baila, aunque no se sepa; se entra, si se tiene una; y no se entra, si no se tiene amigos. Nace ahí esa magnanimidad tan particularmente nuestra, ese concepto de amistad feriante exagerado durante una semana con tal de no relegar la diversión a una caseta de distrito.
Las calles de toreros se distribuyen ortogonales en forma de cuadrícula reticulada, escoltadas por lonas con los colores del Betis y del Sevilla. Los padres les compran a sus niños algodón de azúcar, mientras los guiris compran cañas rocieras a la gitana y serpentean entre el tráfico equino. Todas las miradas se giran hacia la calesa que pasea comandada por la brújula del sombrero cordobés, y que hace tintinear las campanillas al son de la crin trenzada y los claveles ensortijados.
Los camareros y cocineros, héroes silenciosos de estas jornadas maratonianas, merecen mención especial. Siempre atentos a que corra la tortilla, las puntillitas y la manzanilla, sacrifican abril para hacer su agosto. También los vigilantes y guardias jurados, policías y médicos trabajan entre bastidores para que la función de la Feria luzca sin que nadie ose bajar el telón.
A medida que el chunda chunda se hace más ensordecedor, se adivina la frontera con la Calle del Infierno, marcada por los puestos de perritos calientes, porciones de pizza y el soniquete de la tómbola. Allí, en las afueras de los cacharritos, se erige el Punch, el último reducto de ese canismo tan autóctono y cañí que se resiste a abandonar 2005, y que resuena con una fuerza y autenticidad proporcionales a cada puñetazo.
Cuestiones sociológicas aparte, el fino deja paso a los decibelios cuando nos adentramos en esa jungla de tinglados y neones. Aquel es lugar para que los más pequeños y los no tan pequeños hagan honor a la palabra Feria. Los letreros de Noria, Barca Vikinga y Ratón Vacilón refulgen cada año, decodificando recuerdos y un lugar especial en nuestros corazones.
Quizá la Feria de Abril no sea la más universal y también quizás a ello contribuya el ombliguismo generoso del sevillano, el de hacer piña con los nuestros, pero sin dejar a nadie atrás, oxímoron sin parangón que sólo se entiende en nuestro particular y único argot.