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Decía Michael Corleone en El Padrino II: Si la Historia nos ha enseñado algo, es que se puede matar a cualquiera. Se refería el célebre personaje de Mario Puzo a la Historia con mayúsculas, la que nos envuelve como una banda sonora, y no a la historia con minúsculas: acontecimientos aislados superponiéndose como placas tectónicas para formar parte de los libros de texto o de una columna periodística.

La soberbia a veces nos lleva a confundir la una con la otra y a creer que nos pertenece. Es cada vez más común sentirnos en la cúspide de la civilización moral —que lo somos mirando la Historia de derecha a izquierda— y juzgar a nuestros antepasados con los ojos morales del presente sin darles la capacidad de ver el futuro desde su época.

Es un experimento vanidoso y condescendiente. E injusto, a decir verdad. Ocurría hace unos días en el programa ¿Quién se ríe ahora? de Televisión Española, donde las presentadoras juzgaban —con sentencia espoileada de antemano: culpable— chistes de hace cuatro décadas, en clave revanchista y sin caer en la cuenta que ellas también podían ser juzgadas dentro de cuarenta años.

Y da igual que el chiste sea de 2022 o de 1990: pedir perdón por un chiste es tan absurdo como que un director de cine tenga que disculparse porque su película sangrienta ha herido sensibilidades.

Las expresiones artísticas son un reflejo de cada época; es evidente que muchos chistes o películas han envejecido mal, pero quemar en la hoguera obras por no encajar en los estándares morales del presente refleja una mentalidad de escasez propio de unas personas con tan pocos problemas que se permiten el lujo de sermonearnos sobre qué podemos reír y sobre qué no.

Es la nueva religión de Occidente que, como tal, tiene sus apóstoles e inquisidores. Gente que no entiende la libertad de expresión como un concepto genérico, sino como el salvoconducto para imponer sus tesis y prohibir la manifestación de opiniones ajenas escudándose en moralinas vacías de contenido, vagas de razón y llenas de sentimentalismo tóxico. Cuando la música del relato resuena con la convicción ideológica del ponente, faltará tiempo para enarbolar la bandera de la libertad pero, si no encaja en su forma de ver la realidad, de repente esa libertad se llena de asteriscos.

Esto sintoniza con el narcisismo impostado del presentismo: necesitamos tener una opinión inmediata, aunque sólo sea para colgar epítetos a quienes se atrevan a llevarnos la contraria. La moda es verlo todo desde unas coordenadas muy inflexibles y sin matices; con el enemigo, acérrimo e irreconciliable por supuesto, derrotado en las afueras de lo tolerable y con la pretensión de saber de todo y no entender de nada.

Hemos pasado de ser licenciados en microbiología molecular a sentar cátedra cum laude en vulcanología, pasando por el máster de análisis cuantitativo de variables de contagio tan rápido como se reciclaban los titulares. Es como si los expertos de verdad hubieran procrastinado de sus puestos de responsabilidad en departamentos con nombres de dos renglones para cederles el relevo a una recua de opinólogos profesionales en Twitter. Tanta generosidad delante nuestra todo el rato y no la hemos valorado. En su lugar, cada día hemos ganado terreno en nuestra trinchera particular de tener razón en vacunarnos, en no vacunarnos, en ser más inclusivo, en creer ser más inclusivo y en sabernos poseedores de la verdad absoluta porque, sin darnos cuenta o siendo conscientes de ello, hemos confundido nuestra historia con la Historia.