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biblioteca del ministerio de defensa

La pasada madrugada fueron exhumados los restos de Gonzalo Queipo de Llano (1875-1951) de la Basílica de la Macarena, en virtud del cumplimiento de la Ley de Memoria Democrática. Junto al general, también fueron desenterrados los féretros de su mujer Genoveva Martí Tovar y Francisco Bohórquez Vecina, trasladados a un lugar que la familia ha decidido mantener en la más estricta privacidad. Con ello se pone fin a un debate orquestado más desde el poder político que de una honda preocupación social. Al acto acudieron los descendientes de los finados, congregados en los alrededores de San Gil con consignas tales como ¡Viva Queipo! y que fueron contestadas por activistas de la memoria histórica allí desplazados con un elocuente ¡Honor y dignidad a las víctimas del franquismo!

De Queipo de Llano se ha escrito de todo: desde que era alcohólico a abstemio, pasando por su enemistad manifiesta con el dictador Francisco Franco a quien llamaba Paca la culona, el puñetazo que recibió de José Antonio Primo de Rivera en una cafetería por insultar a su difunto padre, un pasado republicano del que pocos hablan y el parentesco de consuegro que le unía con el presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá-Zamora. Miembro de la junta militar alzada contra el Gobierno del Frente Popular en 1936, será recordado por sus célebres monólogos radiofónicos que difundió en Sevilla durante los primeros compases de la Guerra Civil; actos que le valieron el descrédito dentro del bando nacional por la mala imagen dada fuera de España. Durante la dictadura fue relegado de la primera plana política y borrado de la memoria del régimen; tras ser nombrado marqués de Queipo de Llano, renunció al título y vivió sus últimos años como hacendado de varias fincas antes de fallecer en su cortijo de Gambogaz en Camas en 1951.

Cuesta creer que alguien fallecido hace siete décadas suponga un problema real para los españoles del presente y aún menos para quienes viven hoy de los odios del pasado. Los discursos pronunciados por Queipo de Llano desde el edificio de la Telefónica en Sevilla no le harán un hueco en el libro de los hombres más encomiables de la Historia y me es indiferente qué hagan con él, como si lo cortan en rodajas y lo tiran al mar, aunque a algún activista del cambio climático le pueda escocer. No obstante, antes de ensalzarse en debates maniqueos, habría que preguntarse si Queipo de Llano estaba enterrado en la Macarena porque así lo decidieran las malas personas de entonces, todas muy golpistas y fascistas.

Y en efecto, no va de blancos y negros la cosa, pues la Sevilla más conservadora lo consideró un hijo querido, a quienes le asisten para ello el mismo derecho que a los partidarios de la exhumación. Con el fervor religioso de los sevillanos de su parte, supo jugar esa carta a favor, encabezando la procesión de la Macarena con cuya túnica fue amortajado, fue nombrado en vida Cofrade de Honor y contribuyó a la construcción de la basílica en el solar antes ocupado por Casa Cornelio, cañoneada por el gobierno republicano. Ellos, los hermanos de la Macarena, deben ser, si así lo desean, quienes decidan qué hacer con los restos de Queipo de Llano, no una ley gubernamental promulgada por un partido cuyos discursos en el pasado también sembraron el odio entre los españoles.

Esta infame Ley de Memoria Democrática condena únicamente los hechos acaecidos tras el golpe de estado del 18 de julio de 1936 y la posterior Guerra Civil, ignorando de forma espúrea el clima prebélico que la precedió con discursos incendiarios como: Hay que apoderarse del poder político, pero la revolución se hace violentamente: luchando y no con discursos o Si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos, ambos pronunciados poco antes de la sublevación por el socialista Largo Caballero, autoproclamado el Lenin español. El Gobierno no contempla estas palabras como exaltación, enaltecimiento o conmemoración de las violaciones de derechos humanos cometidas durante la Guerra Civil ni las censura, poniéndole en su lugar flores en la tumba.

La Ley debe regular el presente, no interpretar el pasado; y menos en clave revanchista para imponer una visión sesgada y partidista de la Historia, bajo coacción de multa en caso de no comulgar con el dogma. Otra política de gestos encaminada a convertir el trabajo de historiador en un deporte de riesgo; la Historia nos pertenece a todos y de ella debemos aprender de los errores del pasado, no lanzárnosla a la cara. Queipo de Llano no fue tan distinto a otros coetáneos, de uno y otro bando: juzgar con los ojos del presente los hechos de una época marcada por el horror, revela la necesidad de reabrir heridas que pueden llevarnos, de nuevo, a lugares muy oscuros. Traer el enfrentamiento y la polarización por cuestiones políticas sobre hechos más concernientes a los historiadores que a activistas de moral laxa y bolsillos anchos, es propio de políticos irresponsables que, de forma paradójica, no han aprendido lo que realmente significa la memoria histórica.