El bello horno que es Sevilla en verano se toma una tregua en septiembre, aunque sólo por unos días, pues aquí el calor no nos abandona ni con la careta de Halloween ya puesta. Una maldición y, al mismo tiempo, una bendición, que forja el carácter de los sevillanos: esa caña al mediodía en el Salvador con el chaquetón bajo el brazo da buena cuenta de ello. La prórroga de varios meses que dilata el período estival en Sevilla reduce el invierno a una expresión tan mínima como la sombra que proyectan los cada vez más escasos árboles. Porque el verano en Sevilla termina cuando quitan los toldos de la calle Sierpes, aunque no quepan más cifras en los termómetros digitales que se asan en las rotondas.
Encarar el noveno mes supone también un cambio de tono en la melodía local que ni la Novena Sinfonía. El rumor de los partidos de Liga sustituye al canto de la chicharra y la Velá de San Miguel alumbra la otra orilla del río. Los estrenos de cine empapelan las fachadas y, en los escaparates, la ropa de otoño ya se alza sobre los maniquíes aun cuando las hojas de los árboles no han caído al suelo.
Septiembre trae consigo la apertura de los comercios tras las vacaciones, los letreros en las papelerías de barrio anunciando los libros de texto y el bronceado que lucen los sevillanos por el centro abarrotado. Todo ello ha coincidido este año con un evento muy especial. La coronación canónica de la Piedad del Baratillo ha hecho de una tarde de septiembre un improvisado día de Semana Santa. Los guiris tostados que sobrevivieron al verano se abren paso entre la bulla, escudriñando la mirada ante el plano del recorrido que refulge en la pantalla de sus teléfonos móviles y esquivando los charcos de aire acondicionado que se afanan por ganarle territorio a las aceras. En un preludio de las hermandades de Gloria, esta sagrada liturgia le ha ganado el pulso a las fuerzas de la naturaleza. Como si hubiera sido en agosto, que ya algo se nos ocurriría.
Y así, con el cambio estacional de por medio, Sevilla se despierta del aletargamiento y recupera ese runrún que el verano le amputó. Pasan los meses y los sentidos se mezclan, pues tampoco es casualidad que el desmontaje de las luces de Navidad ya huela a azahar, después a incienso y, luego, otra vez, a castañas. La vida urbana florece y, de repente, estamos en Primavera. Planos de Sevilla cuadriculan el catálogo de Netflix —muy recomendable la serie Kaos, dicho sea de paso—, y todo desemboca en una gran algarabía comandada por Goyas, Grammys y finales de Copa.
Que Sevilla es una ciudad de extremos queda patente en la transición de agosto a septiembre: de ser una postal del lejano Oeste a un embotellamiento tipo la Quinta Avenida hay sólo unos días de diferencia. Ahí reside un rasgo de identidad muy nuestro que no tiene solución, entre otras cosas, porque no es un problema. Tal vez será que, al igual que envasan las mejores fragancias en frascos pequeños, Sevilla sea efímera, como la idea misma de felicidad.