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A Tom Cruise le das una moto, una chupa de aviador y gafas de sol Ray-Ban y no necesita ni salir en los créditos iniciales para comerse la película. Joseph Kosinski quería transmitir las emociones que sintió cuando vio de niño en el cine Top Gun de Tony Scott, y se nota. Ya el opening, calcado al original, es una declaración de intenciones. A continuación, los aldabonazos de la mítica Danger Zone de Kenny Loggins nos indican que estamos a punto de despegar con destino a Top Gun.

Top Gun Maverick es un blockbuster palomitero y comercial que da lo que promete. No se pilla los dedos ni hace más cabriolas que las de Tom Cruise a bordo del F-18 Super Hornet. Rodada en formato imax, verla en la gran pantalla mejora la experiencia. La película navega por la nostalgia provocada por la alargada estela que dejó su predecesora y que tantos récords de taquilla batió en 1986; sin embargo, Top Gun Maverick tiene personalidad propia y es capaz de contar una historia propia, sin depender de la precuela y llegando, en muchas ocasiones a redimensionarla y superarla.

Las canciones del bar, planos calcados a la original e incluso que todos los coches aparcados cerca de la casa del personaje interpretado por Jennifer Connelly sean de época, reflejan el terreno por el que transita Top Gun Maverick. Eso es en tierra; en aire, la película vuela con viento de cola y adquiere tintes espectaculares con un aroma artesanal —Cruise pilotó los cazas él mismo— que empequeñecen al mejor CGI a la categoría de sucedáneo. Y lo hace con un guion simple, sin excesos, con humor en su justa medida y que, tal vez por ello, funcione a las mil maravillas.

Pero Top Gun Maverick es, también, un soplo de aire fresco al cine actual, al ofrecernos los mecanismos cinematográficos convencionales, para pasar un rato entretenidos, lejos de aleccionar con panfletos ideológicos o propagandas moralistas. Nos presenta una historia de camaradería, amistad, rivalidad, testosterona y familia que prescinde de una construcción profunda de los personajes para desembocar en una misión final cuasi imposible contra una nación enemiga —aquí la peli no se moja, piensen ustedes— que consiguen atraparte en las dos horas y diez de metraje.

Y lo hace bien, en una respuesta valiente y con cierta rebeldía tácita a las exigencias woke de la industria de Hollywood y las plataformas de streaming que tanto se la envainan para ofrecer productos inclusivos que no ofendan a nadie y que van en detrimento de la calidad fílmica. En este sentido, Top Gun Maverick es inclusiva en el sentido más sano de la palabra: vemos a hombres negros ocupando altos cargos en la US Navy y mujeres aviadoras, pero sin hacer proselitismo de ello. De ahí que encaje de forma orgánica en la historia, no se vea forzado y parezca lo que es: algo normal.

Joseph Kosinski apuesta por el entretenimiento y no por el recetario político disfrazado de guiones que nos evocan a la cálida época en la que el cine no se juzgaba en función de si se adscribía o no a determinadas corrientes políticas.

Es un homenaje al cine ochentero de acción comandado por Don Simpson y Jerry Bruckheimer y a la música electrónica de Harold Faltermeyer; una peli anacrónica, punk en plena era del wokismo y de la que Tony Scott se sentiría muy orgulloso. Top Gun Maverick es una rara avis del cine contemporáneo —con permiso de John Wick— que brilla por su atrapante puesta en escena, supera a la original y, pretendidamente o no, es una bofetada en la cara a los guardianes de la moral. De ahí que sea una apuesta arriesgada y valiosa, porque el cine siempre será como su autor quiera que sea y el arte jamás se privará del placer de ofender.