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Este viernes 24 de febrero de 2023 se cumple el primer aniversario de la invasión de Ucrania por parte del gobierno de Rusia. Pese a los incendiarios discursos de Vladimir Putin en los meses previos al ataque, pocos apostaban en serio por una ofensiva militar de tal calibre. Al otro lado de la moneda, Volodímir Zelenski, que cuenta con el apoyo de la OTAN, resiste en una defensa que ha enquistado un conflicto del que Rusia se presumía ganador. A día de hoy, la guerra ha reconfigurado el tablero geopolítico y situado a Rusia como una amenaza con la careta quitada.

Un año después, poco o nada tiene que ver Ucrania con el país que era por estas fechas. La invasión injustificada de un estado soberano a manos del Kremlin ha dejado miles de muertos que yacen para siempre en el solar que es hoy Ucrania. La guerra, además, ha generado una crisis energética de alcance internacional y una inflación galopante que, en mayor o menor medida, ha afectado a gran parte del mundo occidental.

La tensión latente desde la ofensiva que Rusia que perpetró en 2014 con la secesión del Donbás y la ocupación de Crimea, tendría una segunda parte ocho años después. El inicio de la guerra dejó a la vista las heridas sin cicatrizar en el seno del nacionalismo ruso desde la implosión del mundo soviético, hace más de treinta años. Sólo en 2023 han fallecido más de siete mil civiles y ocho millones de los refugiados repartidos por Europa se han visto obligados a abandonar sus hogares sin billete de vuelta.

La invasión rusa ha desatado una guerra de unas características que eran ya impensables en Europa. El fuego sin tregua sobre la población civil ha acostumbrado a Ucrania a una triste realidad: desabastecimiento de alimentos, bombardeos, cortes de luz y la constante amenaza nuclear. El lento avance de las tropas del Kremlin dificultó la conquista de ciudades estratégicas como Mariúpol y la imposibilidad de sitiar Kiev. Por otro lado, el envejecimiento del material militar de Rusia, gran parte proveniente de la época soviética, ha dilatado una guerra agónica que ha tenido como principal víctima al pueblo ucraniano.

Los tres frentes desplegados por Rusia a través del este, norte y sur de Ucrania, tenían por objetivo conquistar Kiev, Jarkov y Odesa en un ataque en forma de pinza para rendir el país. El denuedo con el que Ucrania resistió el golpe obligó a los rusos a replegarse del norte y centrar las fuerzas en el este y el sur, zonas que cuentan con población prorusa. Sería en agosto cuando Ucrania inició una contraofensiva que alejó a los rusos de Jarkov, la segunda ciudad más importante del país. Con el flanco este de Ucrania más o menos estabilizado, se recuperó Jersón a principios de noviembre, enviando a los rusos al otro lado del río Níper. A partir de entonces, la guerra entró en una fase de estancamiento que llega hasta hoy.

El repliegue de las tropas de Putin llenó de moral a los ucranianos, quienes han visto como la superpotencia que es Rusia se ha desangrado en su frustrada tentativa de anexionarse más ciudades y conquistar el país entero. Hasta el momento presente, los combates han continuado sin avances significativos de ambos contendientes.

Putin pensó que la dependencia europea del gas ruso bloquearía el apoyo a Ucrania, limitando las protestas de los países OTAN a algún solemne deeply concerned y poco más. Pero erró en su cálculo. Rusia es, desde el momento de la invasión, un paria internacional, desconectada social y económicamente del mundo occidental, al tiempo que la ONU ha condenado unánimemente las acciones rusas, incluso China e India. Sólo los aliados próximos de Putin, como la Bielorrusia de Lukashenko y la Siria de Bashar al-Ásad dieron el visto bueno al Kremlin.

En la retina colectiva permanecerán las imágenes de Mariúpol, Bucha y Chernígiv: calles anegadas de cadáveres maniatados y personas recuperando los cuerpos de sus familiares que habían sido arrojados a fosas comunes. Muchos de ellos habían sido torturados antes. El horror fue tal que nadie se atrevía a recoger dichos cuerpos por miedo a las minas. Según los expertos, el 30% del territorio ucraniano está sembrado de minas que podrían suponer un problema a largo plazo. Pasarán muchos años antes de limpiar y reconstruir una Ucrania completamente segura.

Este aniversario ha coincidido con la visita por sorpresa del Presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, quien se reunió con Volodimir Zelenski en Kiev. Ambos han dialogado sobre la posibilidad del envío a Ucrania de tanques Abrams, armamento de largo alcance, baterías y misiles antiaéreos. Su homólogo español, Pedro Sánchez, se sumó días después a la iniciativa norteamericana: el Presidente del Gobierno asistió una ofrenda floral en la capital ucraniana y prometió a Zelenski el envío de entre seis y diez tanques Leopard.

Y así, el pacifismo infantil de Occidente contrasta cada vez más con el estoicismo de la población ucraniana. Los tambores de guerra cumplen el primer año, un triste aniversario que ha enconado el conflicto convirtiéndolo en una guerra de desgaste con posibilidades de escalar y, por tanto, sin visos de terminar pronto.