Llegaban los equipos, Athletic y Mallorca, con las maletas llenas de la ilusión e incertidumbre propias de una final. Pero no venían solos. Les acompañaban los aficionados, la parroquia de inseparables, en un viaje paralelo para animar a sus ídolos y regresar a casa con la Copa del Rey en el bolsillo.
Sevilla se engalanó hasta el Giraldillo. Es en este período de entrefiestas cuando el azahar florece y el ambiente se contagia de ese queseyó que, por no saberlo, dice tanto. El canto de la chicharra ya se oye en los termómetros, los bares del centro hacen acopio de cerveza Cruzcampo y las fachadas encaladas refulgen recién pintadas sobre los escasos restos de cera que yacen en el pavimento. Suena también la sinfonía del deslizar metálico de los barriles rodando por el empedrado. Los hosteleros se frotan las manos en vista de su agosto y el muchacho africano de cuyo bolsillo asoma un manojo de llaveros y pulseras también.
Y van llegando. Los vascos se bajan del asiento trasero de los coches y achinan la mirada, deslumbrados, al despertarse con el amanecer sevillano. Otros han tomado tierra con la elástica planchada. No pasan muchas horas cuando algunos ya la lucen atada a modo de riñonera. Ellas se apuntan a la fiesta con la camiseta anudada a la cintura y el maquillaje rojo, a tal efecto, que les realza las facciones. Es fácil identificarlos, aunque el fútbol suene de oídas, porque están en todas partes. Los hay fuertes y recios, pero a todos les rodea un aura noble, la del grande sediento de victoria, la que le concede una tregua al rigor del Gorbeia para fundirse con la cuenca andaluza. La mayoría llega con entrada, pero otros no, como una pareja granadina hincha del Athletic que desembarcaba en Plaza de Armas para dar suerte a su equipo y reunirse con otros amigos de Bilbao. Aquí, en Sevilla, y para qué más excusas.
Vascos y mallorquines desfilan rebosantes de júbilo por las callejuelas, corretean por el empedrado del centro, bufandas en ristre y banderas al aire, contagiando el ambiente del rojiblanco y el colorado de las camisetas. Son más numerosos y jaleosos los del Athletic, quizás espoleados por cuarenta años de sequía copera. Entre ellos, va un niño concentrado en la Switch, porque los vascos también cazan pokémon, pero con red. Los bermellones se recogen en pequeños grupos, en los que destaca, a veces, el verde de un bético, invitado de excepción, que se apunta a la fiesta de unos bilbaínos. Hablan de la final del 77, de los goles de Beñat y de cuántas peñas hay en el norte. Los hay también que hacen un alto en el camino y entran a ver al Cachorro y al Gran Poder, quizá para encomendarse al Altísimo, para que su equipo gane, más allá de cualquier imperativo teologal, o para deleitarse del arte tallado por la gubia del imaginero sevillano.
Y comenzó el partido. La Cartuja era un hervidero. Ya se acostumbra Sevilla a estas citas, como un bonus extra de las fiestas de primavera. En los bares también se ven camisetas de rayas; desde fuera, parecen una representación a miniatura de San Mamés. Hubo partidos mejores y también peores, pues el Mallorca, de turquesa, se lo puso difícil, sobre todo en la primera parte. Al Athletic jugar de local en Sevilla le sienta bien. Que el Nervión pase por Bilbao no es casualidad. La prórroga alargó la agonía y la tanda de penaltis puso a pruebas los resortes de los marcapasos. Once metros que separaban al Athletic de la historia. El resto ya lo conocen: Berenguer hizo de Miranda, un soberbio Nico Williams se coronó y el Athletic es campeón. Generaciones enteras lloran por cuarenta años que se han hecho de rogar para ver la Gabarra cruzar las aguas de la ría de Bilbao, aunque, eso sí, con escala de honor en Sevilla. Zorionak txapeldun.